En los años setenta del siglo ii d.C. nace en Emesa, pequeña ciudad de Siria, una niña que protagonizaría durante más de veinte años la historia del Imperio romano. Su nombre: Julia Domna. El ambicioso padre, gran sacerdote del dios Sol, la entregó como esposa aún en plena adolescencia a un hombre mucho mayor que ella, Septimio Severo, llamado a ser Emperador de Roma. Julia Domna abandonó patria, parientes y amigos y marchó al encuentro de su nueva vida, que le reservaba grandes honores pero también dolores, a los que se enfrentó siempre con fuerza y determinación de carácter. Supo moverse entre intrigas de palacio, conjuras, venganzas y represalias, y vencer siempre a la adversidad, refugiándose en sus amados estudios o jugando la carta de una centralidad pública que nadie pudo cuestionar: la niña crecida entre los fastos de una floreciente ciudad de Oriente Próximo se había convertido en cabeza de una dinastía que, con diversa fortuna, mantendría el poder supremo durante más de cincuenta años.